Argentina

Columnistas

Juan Eduardo Fernández “Juanette” @soyjuanette
Ilustración: Alexander Almarza @almarzaale

La primera vez que escuché la palabra Argentina, fue en 1986, al menos eso recuerdo. El planeta celebraba un mundial de futbol y todos en el Instituto Técnico Jesús Obrero de Caracas, no hacían otra cosa que hablar de Maradona. Durante el recreo mis compañeros, que eran más grandes que yo, trataban de tirar magia jugando a ser Diego, pero a mí no me dejaban participar porque era “el gordito”, pero para no hacerme sentir mal me decían que yo era el Director Técnico. Por lo que, en cada recreo, yo me convertía en Bilardo, que según mi lógica era mejor, porque si Maradona jugaba bien, era porque Juan Salvador Bilardo lo dirigía, ergo yo era más crack que todos ellos. 

Cuando ganamos ese mundial (y si, dije ganamos) fue una locura. Desde ese día le hinché a la selección argentina, pero ¿Cuál era la razón? A los niños siempre les gusta ganar.  Cuatro años después volvimos a brillar, ya no en México sino en Italia… ahí el futbol puso a prueba mi fidelidad: Llegamos a la final, pero perdimos con Alemania. Sin embargo, desde entonces y aunque juegue contra Venezuela, siempre le voy a la selección argentina. 

Ojo, quiero aclarar que, si Venezuela juega con otro equipo, es obvio que apoyo a la Vinotinto, pero contra Argentina es otra historia. Seguramente yo sea uno de los primeros panqueques futbolísticamente hablando, del país donde nací.

Pero mi amor por Argentina trasciende al futbol, y para explicarles mejor les tengo que contar del “Bar de Ariel”. A principios de los 90, cuando tenía yo 11 años, íbamos a una casa que tenía papá en San Antonio de Cúa, y siempre antes de llegar al campo, mi padre paraba en un bar que administraba el señor Ariel. 

Ariel era un estudiante de economía de la Universidad de Buenos Aires, que tuvo que huir de su país cuando uno de sus mejores amigos de la facultad fue detenido y nunca más se supo de él. Sus padres muy asustados, lo mandaron a Venezuela, donde tenían amigos. 

Cuando Ariel llegó a Caracas quedó maravillado por tanta modernidad, y por la bonanza petrolera de finales de los 70. Si primer trabajo fue vendiendo enciclopedia puerta por puerta, luego encontró empleó como mensajero en Los Tribunales, ahorró y pudo abrir su bar. 

El Bar de Ariel era un lugar bastante peculiar, con una barra de madera muy larga con varios taburetes, a un costado había una rocola que solo tenía discos de tango. Al final de la barra y junto al teléfono de Línea, que se parecía mucho al batitelefono que salía en la serie de los 60, estaba el busto de un hombre trajeado, de sombrero: Carlos Gardel.  Gracias al Bar de Ariel conocí El tango, a Gardel y a Buenos Aires.

Todos los fines de semana, cada vez que parábamos en lo de Ariel, él nos contaba cómo era ese lugar maravilloso de cúpulas enormes, edificios como castillos, y grandes avenidas. “La Avenida más grande del mundo la tenemos nosotros decía” o “Le dimos de comer al mundo”. También contaba que había una calle que tenía muchos, pero muchos teatros, y a cada lado de la vereda; y que cuando encendían las marquesinas aquello era una fiesta de luces… Sin Saberlo Ariel fue metiéndome no solo por los ojos, sino también en el corazón a su “Buenos Aires queridos”.

Con el tiempo dejé de ir a la casa de campo, y las visitas al bar de Ariel se fueron desdibujando de mi memoria. Llego esa etapa hermosa para los jóvenes, y terrible para los padres que se llama adolescencia y ya no era tan cool ir a un bar a “escuchar hablar a los viejos”. Ahora quería ser yo, libre, a mi manera quería cambiar el mundo.  

Pero lo que pasa es que, cuando Argentina se te mete en el corazón ya no hay quien la saque. En esa época yo iba mucho a los pasillos de la Universidad Central de Venezuela a comprar Casetes, libros y películas en VHS. Por lo que Argentina se me apareció a través de Les Luthiers, Landrisina, Charly García, Spinetta, Sumo, Fito. También como Eliseo Subiela con su “Hombre mirando al sudeste” y “El lado oscuro del corazón”. 

Tiempo después cuando tenía unos 19 años, en un arranque de locura contra el sistema, me fuí a estudiar guion a la Escuela Internacional de Cine en la Habana, y coincidentemente estuve para el Festival de Nuevo Cine Latinoamericano. Aquella Navidad tendría uno de los mejores regalos que me dio la vida: Conocí a Eliseo Subiela y a Fernando Birri quienes me abrieron un nuevo mundo, el del cine argentino.

A Eliseo lo conocí en la fiesta que dio en ICAIC en el Hotel Nacional, luego del estreno de su película “Las aventuras de Dios”, aquella noche nos pegamos un pedón con mojitos, y Eliseo nos confesó que se hizo cineasta porque nunca pudo aprender a tocar el Saxo, y que en realidad quería ser Jazzista.

Después coincidimos en otras fiestas donde me presentó a Miguel Littín, y al director peruano Francisco Lombardi. Sin duda fue una etapa maravillosa para el cine latinoamericano, y también para mí.  En esa edición del Festival de Cine de la Habana, Argentina me flechó con su cine y desde entonces es una de las cosas que más disfruto. 

Ya de regreso a Caracas, siempre iba a la semana del cine argentino para ponerme al día. Fue pasando el tiempo, conseguí un trabajo y ahorré un montón, porque tenía que ver en primera persona esos edificios, las marquesinas, El Obelisco y hasta cruzar 9 de Julio de un solo tirón… todo eso quería hacer. 

El primer viaje 

La primera vez que vine a Buenos Aires, la ciudad me recibió con su cielo entre rosado y naranja. Era invierno, y el viento me golpeaba las mejillas, pero era una sensación maravillosa. En mi primer viaje visité los cafés porteños, los bosques de Palermo, el Jardín botánico, y todos esos lugares que visitan los turistas. Pero cuando vi las marquesinas encendidas en los teatros de Calle Corrientes lloré de emoción, la ciudad se me presentaba tal y como Ariel me la había descrito cuando tenía 11 años. Fueron 20 días maravillosos, pero tocaba volver a Caracas, eso sí, con el compromiso de volver cada vez que pudiera. La noche antes de partir, me fui hasta la costanera y me comí un choripán, y cuando volvía en el taxi, en la radio sonó “canción de Adiós” … ahora cada vez que la escucho, aunque ya pasaron más de 15 años de aquel viaje, me emociono. 

El Segundo viaje

Luego de mi regreso pasaron unos tres o cuatro años, y en el ínterin me puse de novio y hasta me casé. Por supuesto que para la Luna de Miel elegimos venir a Buenos Aires y por fortuna, a ella también le voló la cabeza. Tanto así que proyectamos vivir acá por unos años, para luego volver a Venezuela. 

Pero bueno, vinieron otras prioridades como los hijos (tenemos dos), el departamento, los autos, y una vez más el sueño porteño se nos desdibujó.  ¿Pero saben qué paso? Otra vez por casualidad o causalidad Argentina se me puso al frente. 

La situación política y económica fueron haciendo mella en Venezuela, y también en nuestra relación… tal vez nos casamos jóvenes, o tal vez debíamos estar juntos solo ese tiempo: Aquello se volvió inaguantable, no se podía vivir. En un mes, los ahorros que teníamos para venirnos los 4, solo alcanzaron para que viniera solo uno, así que viajé yo.

El viaje final 

Ese vuelo, ha sido el más difícil de mi vida, porque, aunque había alegría en mi corazón, porque Argentina era ese imán maravilloso que me atraía finalmente hacia ella; también tenía mucho miedo porque, como dice Emilio Lovera: “Una cosa es turismo y otra migración”. 

Esos primeros meses fueron difíciles, porque en Venezuela fui un periodista al que nunca le faltó trabajo, todos me conocían, pero en La Argentina no nadie sabía quién era yo. Afortunadamente conseguí trabajo rápido en la industria del Call Center y como operador; paradójicamente, yo que había sido uno de los gerentes más jóvenes en la historia de Directv, ahora era un operador que vendía suscripciones para la misma compañía. El país me dio una lección de humildad enorme.  

Ya cuando me estaba adaptando, y las cosas comenzaban a marchar mejor, se vino otra prueba dura: Oficialmente me separé de la madre de mis hijos.  La distancia había hecho lo suyo y erosionó lo poco que quedaba de mi matrimonio, sin embargo, mi ex esposa, que es una gran mujer cumplió su promesa y se vino con mis hijos. 

Hoy día cada uno es feliz desde su espacio, pero hay algo que nos hace muy feliz a los dos: ver a nuestros hijos formándose, y aprendiendo a querer a este gran país, que ahora también es su país.

Quiero aclarar antes que salgan los ultranacionalistas, que sabemos perfectamente y nunca hemos dejado de querer a Venezuela, pero ahora también queremos a La Argentina. Porque el país de uno no es solo de naces, sino también aquel lugar que te da trabajo, cobijo y educación para tus hijos. Es el que te permite forjarte un futuro, pero también el que te da sentido de pertenencia, y es que nuestro país, ya desde su fundación, en el preámbulo de nuestra constitución argentina te invita a ser parte: “promover el bienestar general, y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra posteridad, y para todos los hombres del mundo que quieran habitar en el suelo argentino”

Si me lo preguntan, no sé lo que significa para un migrante renacer en otro país, porque les digo con sinceridad, Argentina siempre ha sido mi país, esta tierra me conquistó a los 7 años cuando jugaba a ser Bilardo, también cuando Ariel me hablaba de Buenos Aires en aquel bar Gardeliano en los 90, y me sigue conquistando cada mañana cuando abro los ojos y estoy tranquilo, porque gracias a Dios encontré mi lugar en el mundo.  

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