Ramón Velásquez Gil
Ciertamente, o tal vez, estos nombres no les digan nada, o quizá les llame un poco la atención por lo extraño de los mismos. Quizás eran un mote, nunca lo supe. Pero así se les llamaban, cuando éramos niños y hasta que fuimos adolescentes, época está en que deje de verlos, pues mi familia se mudó a otro sector del pueblo que, hoy día, es ya una ciudad.
Ellos eran primos y por ello, siempre andaban juntos, quizás para darse ánimo el uno con el otro. Uno de ellos, Mangoleto, era más o menos de mi edad y el otro, Pedro Nolasco, era un poco menor que nosotros, creo. Lo cierto es que toda mi vida,. cuando hago una retrospectiva de de esa bonita y sana época, los recuerdo a ellos con mucha tristeza y rogando al supremo que ojalá hayan podido salir adelante en su vida y que hayan podido mejorar en su nivel de vida, estén donde estén o donde se encuentren.
El asunto en cuanto a mi persona, es que al mudarme a otro barrio o sector, además de estudios y otras caras nuevas, sin darme cuenta me olvide de los viejos compinches vecinos que, por esos inolvidables años de la infancia y adolescencia, fueron compañeros de juego. Por ello, ya cuando empecé a pensar con más seriedad, lo cual creo que sería ya a los veinte y tantos años, comencé a reprocharme a mí mismo, y todavía hasta el día de hoy, el por qué no hice más por ellos.
Era la década de los Sesenta y nuestra recién inaugurada democracia, ya había fundado aquellos soberbios grupos escolares, en uno de los cuales, todavía reluciente de lo nuevo, estudié yo y casi todos mis amigos. Menos Mangoleto y Pedro Nolasco.
Y nosotros nunca nos preguntábamos sobre el por qué, ellos no estudiaban.
Hasta donde recuerdo, ninguno de los dos sabían leer o escribir, pero eso no nos importaba mucho. Éramos niños de entre ocho y diez años y solo nos interesaba que jugaran con nosotros los juegos de ese entonces: Trompo, metras (canicas), beísbol con pelota de goma, etc.
Más tarde en la vida, me di cuenta que no iban a la escuela porque no tenían ropa ni zapatos que ponerse. Si hubieran podido ir a la escuela, por lo menos hambre no hubieran pasado pues en nuestro Glorioso Grupo Escolar Teresa de Bolívar teníamos comedor escolar donde almorzábamos todos los días de clases, con excelente menú preparado por especialistas.
Me voy a referir ahora a una parte de esta historia que es tal vez la más triste y la que más hace reprocharme mi falta de solidaridad aunque era yo entonces un niño de unos ocho o nueve años.
Ya a mediados de junio, teníamos vacaciones escolares que eran estas nuestra época del año de mayor felicidad pues estás vacaciones se extendían hasta el mes de agosto. Y es así que en esa época del año, mañana y tarde toda la pandilla, nos divertíamos con los juegos infantiles de esa sana y bonita época.
Entonces, eso si, era un horario muy estricto que, a las doce del mediodía, cada uno nos íbamos a su casa almorzar pues mal que bien, nunca faltaba comida en nuestras casas. ¿Y Mangoleto y Pedro Nolasco?
Me tiembla el pulso cuando voy a escribir esto. Ellos se sentaban los dos bajo la sombra de un árbol que había en la cancha de bolas criollas, la cual servía también, como en casi todos los barrios, como cancha múltiple según el caso.
Pues bien, nuestro par de amigos, se quedaban solos, sin nadie más y sin una casa a donde ir a comer; sin nada que comer, hasta que a eso de la una de la tarde, regresábamos todos, con el estómago bien lleno, a continuar con el juego. Y ellos, (quisiera saber que pasaba por sus mentes en esos momentos), nada decían, nada demostraban y resignadamente, (sin nada en el estómago) continuaban jugando con nosotros.
No obstante, yo en algunas ocaciones, no muchas o no recuerdo cuántas, sacaba a flote mi sensibilidad de niño y con mucho cuidado, sustraía un pan de mi casa, lo cortaba en dos, los metía bajo mi franelita y se los llevaba.
No sé si mi Dios se acordará de ese detalle contrario a las buenas costumbres, pero pienso que estaba bien y que no obstante, podía haber hecho mas por ellos.
Y es que su familia era muy pobre, casi en la indigencia, la mamá de Mangoleto (Olaya), y la mamá de Pedro Nolasco (Justina), eran hermanas y vivían de recoger los huesos, ya sin carne, que botaban en el matadero de ganado que había en el pueblo en aquel entonces.
Vivían muy lejos. Nosotros las veíamos pasar con los sacos de huesos en la cabeza, con lo cual, seguro hacían un buen caldo que era lo que nuestros amigos comían, al llegar por la noche a su casa.
Ya no estoy ahora en mi amada patria, aunque estoy seguro de que volveré. Pero mientras estuve allá y aún después de graduarme de abogado y formar una familia, siempre estuve investigando a dónde se habían ido y que hacían, a ver si los podía ayudar, pero casi nadie sabía nada de ellos.
Sin embargo, alguien me informó que el mayor de ellos, Mangoleto, había ido al servicio militar y ahora era policía metropolitano en la ciudad de Caracas.
Yo me alegré mucho al saber esto. Pero más o menos un año después, a la llegada de Chavez al poder, la Policía Metropolitana fue disuelta.
Aún hoy día, cuando me encuentro por las redes a alguien que los conoció, les pido información sobre ellos pero nadie sabe nada. Solo me queda pedir que, Dios los cuide y los proteja, donde estén.