El Cascanueces es, tal vez, la señal inequívoca del comienzo de la Navidad en la Gran Manzana.
Desde finales de noviembre -y como cada año-, el New York City Ballet trae su clásica temporada de El Cascanueces, la coreografía rescatada del olvido por George Balanchine y que reúne cada noche a familias enteras en la sala del David H. Koch Theatre para vivir una de las historias más conocidas de la Navidad.
No siempre fue así: cuando se estrenó en 1892, El Cascanueces pasó sin penas ni glorias y fue recibido con helado entusiasmo en la fría noche de San Petersburgo.
La puesta, de hecho, estuvo marcada por eventos desafortunados: Marius Patipa, que debía estar a cargo de la coreografía según los planos originales, enfermó y apenas pudo estar presente mientras se preparaba el ballet.
Fue su ayudante, Lev Ivanov, quien se haría cargo de terminarla y entretejer algunas de las partes más vistosas que todavía sobreviven de la coreografía original, como la danza de los copos de nieve.
Era una historia muy rusa ambientada en Francia, una adaptación del cuento de Hoffmann a una tradicional casa zarista en la vigilia de Navidad.
Pero su primer acto, casi sin “ballet” y la historia hecha a base de retazos narrativamente inconexos, provocó poco entusiasmo y la puesta fue cayendo lentamente en el olvido.
Fue, sin embargo, Balanchine, quien salvó a El Cascanueces y lo hizo parte del espíritu de Navidad.
Aunque algunas compañías como el Ballet de San Francisco o Los Ballets Rusos de Monte Carlo lo habían llevado antes en versiones más o menos felices años antes, muchos creyeron que Balanchine estaba loco cuando decidió hacer una adaptación coreográfica de una obra que muchos daban por auténtico fracaso.
Era, por demás, su primera apuesta para un ballet completo en la compañía. Balanchine, testarudo como era, hizo poco caso de las críticas.
Confió en su instinto y en sus recuerdos: lo había bailado desde que era un niño y solo con 15 años, interpretó el papel del Caballero del Hada del segundo acto, el rol masculino más complicado de la obra.
Balanchine mantuvo la figura externa del ballet ruso, pero le dio otra dimensión, modernizó la coreografía, le imprimió su estilo y la puesta fue todo un éxito.
Desde entonces (1954), año tras año, El Cascanueces se ha seguido presentando y hoy, la mayor parte de las compañías del mundo lo interpretan de seguidilla en la época navideña. De hecho, muchas compañías obtienen sus ganancias del año con sus actuaciones de El Cascanueces.
¿Qué tiene entonces este ballet que, tanto tiempo después, sigue siendo, tal vez, el único capaz de movilizar a un público amplio como no lo hace quizás ninguna otra puesta? La respuesta es simple, en apariencia.
El Cascanueces es, sin dudas, un viaje iniciado al mundo del ballet. Un bautismo necesario y atractivo en el mundo de la danza clásica.
Su música, que se hizo más popular inicialmente que el ballet, tiene un encanto difícil de evadir.
Es también el ballet que se adentra como pocos en el mundo onírico de la imaginación: en las pesadillas y “dulces sueños” (literalmente), los delirios, deseos y fantasías de los niños que son tan sencillos y graciosos, como universales.
Y en ese sentido, sobre todas las cosas, no es solo un ballet concebido “para la familia”, es decir, para los niños, donde bailan niños y los otros niños pueden verse representados.
Es un ballet también destinado al niño que todavía, nosotros, los adultos, somos, al que se ilusiona con el espíritu de la Navidad, los regalos, la nieve y los encantos y parafernalias que hacen más pasajeros los días crudos del comienzo del invierno.
La puesta del New York City Ballet no solo conserva la coreografía de Balanchine, sino el espíritu “decimonónico” con el que el gran coreógrafo vivió y pensó el ballet.
El NYCB es, de hecho, una de las pocas compañías que no ha optado por desplegar demasiado efectistas y conserva una escenografía tan encantadora como tradicional. Esto no significa que no se haya adecuado a los tiempos.
El mismo Balanchine, mientras vivía, hizo numerosos cambios a la producción y recientemente, fue de las primeras compañías del mundo en tratar de reversionar las ahora polémicas danzas exóticas del segundo acto para volverlas más inclusivas y menos racistas a los ojos de algunos.