Maduro: Discurso, infamia y dictadura

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Por Johan López
Universidad Nacional de la Patagonia Austral-Argentina

“Cuando se busca tanto el modo de hacerse temer, 
se encuentra siempre primero el de hacerse odiar”. 
Montesquieu (1689 – 1755)

El chavismo está comenzando. Claro, como si no hubiesen pasado, seguramente, 26 años de horrores y desasosiegos. Por eso, cada tanto, el chavismo habla de un nuevo comienzo, una suerte de “ahora sí, vamos a dar “el salto adelante” (atención Mao y los millones de muertos en China); este año Venezuela será una potencia (de lo que sea)”. Maduro se ha autoproclamado presidente de Venezuela sin mostrar un solo dato que avale o refrende la “victoria” que le otorga, por tercera vez consecutiva, la presidencia de la república.

Con la autoproclamación presidencial de Maduro el pasado 10 enero se abre un capítulo más dentro del historial de infames dictaduras que han signado el continente. 

Minutos después de la autoproclamación ante su Asamblea Nacional (AN), Maduro, rechoncho y risueño, pronuncia un lacónico discurso (todo el acto, incluyendo la juramentación, no superó los 15 minutos). Un discurso — ¡no faltaba más!— lleno de lugares comunes y de frases apodícticas. Un montón de palabras en las que hay buenos y malos. Él, desde luego, como el epítome del republicanismo, la bondad y lo augusto. Los demás —la mayoría de la sociedad venezolana que lo rechaza con firmeza—son los malévolos, los que no entienden los augustos caminos de la Revolución bonita que nos prometió Chávez. Afuera de la Asamblea Nacional, estaban los empleados públicos, obligados a ir a aclamar a su verdugo (el salario mínimo en Venezuela está por debajo de los 3 DÓLARES MENSUALES), corean dos o tres consignas sin mucho ánimo, algo languidecientes. 

Adentro del hemiciclo de la AN, están otros corifeos igualmente rechonchos y bien trajeados (como el recién erigido dictador); allí se dejó ver Nicolasito, ese estratega político contemporáneo, hijo del sátrapa rechoncho. Pero Maduro sólo pronuncia palabras, no da un discurso. Esas palabras que dice no tienen ningún soporte de significado; son, como diría un autor tan caro para el chavismo como Ernesto Laclau, significantes vacíos; palabras que no dicen mayor cosa.

Son, básicamente, arengas y proclamas, consignas de amor que salen de la boca de un tiranuelo con el talento intacto, para aludir a Borges. 

Su autoproclamación y el discurso que dio dan cuenta de su soledad política: sólo le quedan sus aduladores, su estrecho círculo de seguidores, uno que otro alelado que cree que ya el cielo está a la vuelta de la esquina (los hay, la feligresía seglar es la nueva forma de la política contemporánea). Pero como quiera que sea, ese señor que hablaba, se hablaba a sí mismo y a su séquito. Sus palabras no sólo perdieron eficacia, ya no resuenan ni levantan pasiones; con lo que dice, se va desdiciendo; teje y desteje su mortaja de palabras huecas. Se desdice en la vida de millones de venezolanos que mueren, que sufren, que maldicen la hora en que el chavismo marcó sus vidas. 

En el salón elíptico también estuvieron presentes tres adalides de la libertad y la democracia: Díaz-Canel, Daniel Ortega y Rosario Murillo. Eran los invitados de la deshonra a las leyes supremas del país. Maduro se autoproclama pasando por encima de las normas más elementales de la democracia. No existe un solo dato que avale y refrende su charada con saco y corbata (¿Louis Vuitton?).

Mientras Maduro daba clases de oratoria en su Asamblea Nacional, junto a sus ministros, sus militares cómplices, su Estado a la medida y los defensores de la libertad y la justicia (Díaz-Canel, Ortega y Murillo); el salario mínimo seguía siendo MENOS DE 3 DÓLARES MENSUALES. El discurso político de tiranos como Maduro no deja de ser una pieza digna de análisis. Por un lado, uno tiene la impresión de que este señor cree lo que dice; avanza en su discurso y cree que sus palabras pueden construir una realidad distinta de la que palpita en la calle, en la gente que tiene que comerse su indignación a la carta porque si protestas te meten preso, te sale operación tun tun por come luz, por escuálido

Ese discurso político de la satrapía busca poner sobre la verdad-vida ciertos parches, algo así como unas capas que oculten la realidad, que la desdibujen o, en algunos casos, la transfiguren: protestar porque ganas menos de 3 dólares es un delito, por eso debes ser proscrito o, de una, ir preso sin juicio. De esta forma, los operadores del discurso político al modo Maduro u Ortega, al no tener eficacia en sus discursos, recurren al mazo (dando), a las mazmorras y la tortura (El Helicoide), a la desaparición sin miramientos.

Las palabras de los tiranos siempre pierden sentido, se deforman no porque sean malas en sí mismas, sino que la realidad las desbarata, las desvela apenas son enunciadas. La realidad dice más fuerte y claro que los discursos del tirano. 

En fin, el sátrapa, en su soledad, le hablaba a sus prodestinatarios, a su pandilla. Es, claramente, un discurso opuesto a la realidad-vida. Por eso apela a la consigna, a las frases hechas, a los lugares comunes de una retórica barata muy fácilmente desmontable. Pero, creen ellos, que sí, que con esas alocuciones están reinventando/reiniciando la historia. Ese discursito del “ahora sí…” no tiene margen de posibilidad. Cuba tiene 66 años con el discursito cansino del “ahora sí…”, y nada; queda la miseria y la destrucción tras el paso de estos salvadores de almas de poca monta. “Pero tenemos dignidad”, te espeta a la cara el guajirito que, con 86 años, todavía cree que sí, que algún día verá frente a sus ojos la sociedad sin clases que tanto le prometió Fidel allá en enero de 1959.

Ni pensar que ese guajirito tenía 20 años cuando todo aquello inició. Sus sueños se ajaron, pero él sigue creyendo, porque él tiene dignidad. ¡La dignidad mueve montañas!

Recojan su gallo muerto, reza un refrán en mi país, el mismo que comparto con esa ominosa banda de criminales que estafaron al pueblo y que siguen creyendo que son los herederos de no se sabe bien qué épicas y qué héroes. Ese breve discurso de Maduro está revestido, por un lado, de naderías; por otro lado, lleva consigo la marca de la infamia y el descaro. Esa galera ya no da conejos. La gente lo sabe, ellos lo saben, afuera lo sabemos. Tan tontos no son. Ojalá este aire de tic tac que le resuena a Maduro y a su combo en la nuca, pronto se convierta en ventarrón y los borre o, cuando menos, sean justamente condenados por sus vilezas, por sus verdaderas traiciones a la patria.

Mucha sangre y lágrima derramada a lo largo de estos 26 años. Si habíamos de aprender alguna lección, creo que lo hicimos; no lo sé, espero que sí. 

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