El delirio y el deber: Ideología, dogma y corrección política (II)

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Por Johan López 

En la vorágine contemporánea, tan condicionada por los imperativos de las redes sociales, el universo multipantalla, las plataformas streaming, entre otros; resulta difícil avanzar con argumentos en una discusión o debate público sobre temas sociales, políticos, culturales, económicos, entre otros; allí donde lo sensible/sentimental ha tomado cuerpo, donde el  límite entre la verdad y la posverdad termina siendo difuso.

La contemporaneidad está marcada por nuevos dispositivos epocales: lo sensible/emotivo suplantando, o desplazando, lo racional.  Incluso, esto sucede, muchas veces, en espacios dedicados al pensamiento crítico, la investigación científica y  la producción de conocimiento.

Lo que uno observa, de forma más general, es una cierta tendencia al acotamiento de lo racional o —no sé si es peor— a una especie de quedar bien con lo que se dice y está instalado públicamente como (y desde el) sentido común. Pienso que la idea subyacente en todo esto tiene que ver con no incomodar a nadie, al punto de que en el debate público algunos meden milimétricamente cada palabra, cuidarse de no herir alguna susceptibilidad; bajo estos marcos, hay quienes optan por una suerte de asepsia argumentativa.

Entre tanto, existen  oleadas de personas que desean ser parte de una pieza mayor que demanda, cada vez más, acoples a este estado de cosas sin chistar y de buen ánimo. 

Hay gente que teme colocar sus ideas en el mercado de las opiniones públicas, cuidándose de alguna etiqueta maledicente o el denuesto al uso: “Mucha gente que conozco, en mi generación y la de mis hijos, se opone mucho a estas tendencias woke. Pero tienen miedo de criticarlo porque piensan que los van a marginar y meter en el saco de la gente de derechas”, señaló recientemente Susan Neiman (entrevista concedida al portal Letras Libres), intelectual norteamericana de izquierda cuyo libro más reciente lleva por nombre Izquierda no es woke (Debate, 2024).

Con un título como ese, no es difícil pensar que Neiman ya se haya ganado alguna reluciente etiqueta de esas que hay (y a veces abundan) cuando alguien asume los riesgos de pensar a contramano (¿”a martillazo limpio”?) y por cabeza propia. 

Algunos intelectuales han preferido la autocorrección a la desaprobación de sus posturas. Prefieren pensar quedito, en un reducto; piensan y dicen a sus anchas en conversaciones informales con colegas que tienen pensamiento afín; piensan como en la clandestinidad del que huye o teme a la proscripción, a la ira de las nuevas ordalías; por lo que, al momento de hacer un paper se ajustan a los cánones del correcto decir (ortodoxia, vieja palabra propia de los conservadores e inquisidores medievales).

Hay Torquemadas que van agitando la guadaña en las redes sociales y en ciertos espacios públicos; están por allí, a la espera del proscrito para ver dónde y cómo colocar el adjetivo o la sanción moral. 

Pero no confundamos las cosas. Si bien hay que admitir la existencia de esa voluntad sensible y emotiva que viene copando la escena pública desde hace algunos años y que tributa, en muchísimos casos, a la creación de posverdades; ello  no implica que no existan razones y fundamentos para la indignación cívica a gran escala.

Las expresiones xenófobas o racistas, por citar dos ejemplos deleznables, siguen formando parte de nuestros dramas humanos contemporáneos; están allí, se reproducen de distintas formas; a veces de manera sutil, otras, no tanto.

El movimiento Black Lives Matter surge, precisamente, porque las expresiones de racismo no sólo continúan en países como EEUU, sino que ahora son grabadas, como indicó en su momento el actor Will Smith a propósito del asesinato de George Floyd a manos del oficial de policía de Minneapolis, Derek Chauvin, quien presionó su rodilla sobre el cuello de Floyd por varios minutos mientras éste se encontraba esposado boca abajo con la cara en el pavimento.

Acordemos que el asesinato de Floyd no abrió nuevas heridas (esas heridas siguen allí), las proyectó sobre la escena pública de forma muy potente gracias a los dispositivos móviles, cosa que hace quince o veinte años no sucedía.

Levantar la voz—FUERTE Y CLARO—en contra de estas enfermedades espirituales es fundamental, es un derecho humano inalienable a la indignación.

Entre tanto, confieso que no tengo muy claro en qué momento se fue gestando toda esta voluntad sentimental/emotiva. Observo a muchísima gente que delibera y discute temas de interés político, social, cultural, económico, entre otros; en redes sociales y en espacios públicos. En algunos casos, esas intervenciones en los debates se hacen sin prerrequisitos argumentativos elementales.

Así las cosas, se observa un desplazamiento de argumentos y evidencias; en ausencia de lo anterior, se posicionan sentires comunes emocionales y moralizantes que se ajustan—punto a punto— a dispositivos discursivo-emotivos que han venido tomando cuerpo en la última década. Sin embargo, la emoción no puede ser tenida por argumento. 

Por mi parte, prefiero fiarme más del pensamiento racional que del pensamiento mítico-religioso o de esta voluntad sentipensante tan en boga en nuestro tiempo.  Sí, convengamos también que en el ámbito de las ciencias sociales, principalmente, existen aguas subterráneas que tienen que ver con ejes de poder económico e ideológico—más allá o no de la validez de ciertos argumentos—; aunque, convengamos también,  no es menos cierto que existe en el espíritu de las ciencias una pretensión de Verdad que es muy distinta a otros caminos que buscan, con sus sistemas y procesos, la Verdad. 

Hay quienes prefieren “la Verdad revelada” fundada en creencias religiosas (“la convicción de lo que no se ve”, tal y como se lee en Hebreos 11:1). Como se sabe, la creencia religiosa tiene su fundamento, precisamente, en lo metafísico, en un sistema de fe. Sus postulados no son racionales (no podrían serlos), sino que son dogmas aceptados por quienes comparten ese sistema de creencias.

A ningún católico practicante se le ocurriría, por ejemplo, cuestionar el milagro de la multiplicación de los panes y los peces.

Sus lógicas de instalación y circulación son otras; no tiene porqué demostrar y/o presentar evidencias fenoménicas y estructuradas sobre lo que señala. Lo señalado, entonces, constituye un dogma en sí mismo; de hecho, constituye una enseñanza y, a la vez, un deber ser-estar.

Ahora bien, observo que hay un problema del que habría hacerse cargo a propósito de la voluntad sentipensante: el desplazamiento de la argumentación racional en el debate público (y hasta académicos) por la apelación y usos de “amímeparecismos” en temas políticos, culturales, sociales, entre otros; echando mano de formulaciones seudoargumentadas que se posicionan, más de las veces, muy bien en el plano massmediático y, principalmente, en ciertas estructuras del sentir que han ido tomando cuerpo con los años.

Hablamos de seudoargumentaciones que  admiten y avanzan sobre las sensaciones, el pálpito, la emoción o la intuición; todo ello a contramano (¿o por encima?) de la racionalidad técnica, teórica… científica. 

De alguna forma, observo que esta voluntad emotivo/sentimental tuviera, de suyo, patente de corso para imponerse sin la carga de la prueba (sin argumentos sólidos que validen sus posturas). En el lugar donde debería establecerse un marco razonable y crítico, se posiciona el argumento moral (que no digo que no sea válido en ciertas circunstancias, aclaro).

Sobre el argumento moral invito a leer algunos aspectos de la obra del sociólogo posmoderno Michel Maffesoli cuando habla de la “razón sensible”.

La propuesta de Maffesoli señala que el espíritu moderno de la Ciencia no debe ser, exclusivamente, razón tecno-instrumental, como indica en tono de denuncia; que el proyecto científico (y social) basado en la Técnica y la Ciencia debe —por humana y sensible necesidad— comprender el valor de lo antropo-ambiental; humanizar la razón y sensibilizarla implicaría, entonces, pensar en modelos de desarrollo científico que tengan como centro la humanidad y la bios con sus complejidades. 

A esta voluntad sentipensante habría que sumarle una cierta pretensión moralizadora que termina por desdibujar, a mi juicio, cualquier voluntad deliberativa seria por avanzar en discusiones sustantivas sobre temáticas importantes.

No se trata, únicamente, de una mera suplantación de argumentos por falacias de todo tipo y orden, sino de la trivialización de temas complejos y fundamentales que pueden terminar deslegitimándose o—y esto es central— desvaneciendo cualquier voluntad explicativa sería y trascendente.

Esta voluntad sentipensante podría hacer que se clausuren o, peor aún, se reduzcan al ridículo algunas problemáticas sociales o políticas que deben tener un tratamiento y una tematización rigurosa, sistemática, argumentada, seria.  

Partamos de algo muy concreto y definitivo: los esfuerzos epistemológicos, teóricos, metodológicos, experimentales, empíricos, investigativos, estadísticos, entre otros;  no pueden ni deben  ser despachados así, sin más, a fuerza de suposiciones más o menos lógicas (a veces ni lo son) o de posturas moralizadoras que, poco o nada, ayudan a la comprensión de problemáticas muy concretas como el racismo, la xenofobia, la discriminación en general o problemáticas socio-políticas y económicas estructurales.

Convengamos también que una opinión al paso no le hace daño a nadie. El problema es cuando esas opiniones (doxa) invaden y se posicionan en la esfera social-mediática y adquieren cierto valor en las opiniones y sentires públicos.

Con eso hay que tener ciertos reparos; hay que llamar la atención para que las cosas tengan su justa dimensión. 

En modo alguno se trata de ir por ahí clausurando debates y discusiones; señalando desde la arrogancia teórica qué es válido y qué no lo es en discusiones sobre temáticas sociales, culturales, políticas o económicas.

Menos se trata de imponer una razón por encima de las demás. Pienso que debe existir un requisito fundamental para la deliberación de temáticas tan relevantes; habría que apostar por un principio articulador que atraviese estas discusiones sustantivas: la argumentación que aspira a La Verdad; allí hay que poner atención.

Dejar atrás sofismas y retóricas sensibles y emotivas que poco o nada contribuyen al avivamiento de una sociedad que necesita cuestionarse, discutirse y avanzar en un modelo civilizatorio más humano y comprensivo.

Un modelo civilizatorio en el que prime la solidaridad y el respeto por las alteridades; sin que lo anterior sea una excusa para la argumentación busca-aplausos-likes-views, para flojedad mental o, peor aún, la emergencia de ciertos posicionamientos chirles que—en apariencia— son  racionales, y no aportan mucho a mundo que tose y está dolido por sus cuatro costados. 

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