El pensamiento crítico contemporáneo y los intelectuales (Parte I)

Fecha:

Johan López
Universidad Nacional de la Patagonia Austral

¿A qué nos remite la expresión pensamiento crítico? ¿Pensamiento crítico en relación con qué estado de cosas y ante qué procesos e ideas? Al tratar estos asuntos, me gusta citar a Octavio Paz, quien hablaba del “examen de consciencia” (lo hacía desde la deliberada carga católica que lleva implícita la frase); de hecho, el mexicano planteaba un “auto examen de consciencia” al momento de hacer el trabajo crítico-intelectual.

Esto lo decía en relación al papel de los intelectuales en la sociedad (ver El compromiso de los intelectuales con la sociedad. Disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=quYg4PXwuic&t=9s)

Un intelectual es  (lo que uno espera, al menos), de suyo, un sujeto que transita los derroteros del pensamiento crítico. En este sentido particular, me gusta sostener que el pensamiento crítico tiene, so pena de la infeliz analogía, un carácter de granada fragmentaria. Para usar una frase al uso, el pensamiento crítico del intelectual debiera ser una suerte de “cáigale a quien le caiga”: se expresa sin medias tintas y no tiene problemas en señalar lo que señala y se hace cargo de lo que dice y de lo que calla.

Un intelectual es un rebelde (cosa que también señala Paz), incluso, un rebelde contra sí mismo (contra su propio sistema de ideas al que constantemente debería poner en cuestión).

Pero —y volviendo a la poco feliz metáfora de la granada fragmentaria—hay que decir que cuando la granada estalla, sus esquirlas toman cualquier dirección, caen por doquier. El pensamiento crítico debiera tener esta misma condición: estalla y le cae, indistintamente, a tirios y a troyanos… a quien sea.  

El intelectual que asume el pensamiento crítico no se anda con excusas ni rodeos, puesto que centra su acción en una ética del pensar-decir que, por lo general, va a contramano de las opiniones del común. De esta forma, un intelectual es tal en tanto que es fiel a sí mismo y al cuerpo de ideas que ha ido cultivando a lo largo de los años; de lecturas y escrituras que van formando su estructura de pensamiento (su autonomía más extendida y libérrima) sin que eso implique la osificación de su pensar. Su doctrina, aunque se nutre de un montón de conceptos y teorías (también de experiencias e intercambios con otros intelectuales), va conformándose de manera autónoma.

Habla desde y a partir de sus propios posicionamientos. Ha hecho suyas ciertas doctrinas de pensamiento. Hacer suyas teorías y conceptos implica tomar los riesgos de pensar-decir de boca y pluma propias.

Coloca su impronta sobre viejos temas con un halo de novedad díscola y, en muchos casos, llega al extremo de la impertinencia. Un intelectual desacomoda y trastoca los conservadurismos. 

En la labor intelectual, en su propia constitución, la lectura y la escritura ocupan un lugar central. ¿De qué otro modo puede constituirse un “sí mismo” intelectual si no se contrastan y cuestionan los saberes y conocimientos que se van constituyendo? Si en su decurso el intelectual no pasa por el tamiz (¡¡¡a golpe seco!!!) de las contra argumentaciones e impugnaciones a su propio sistema de pensamiento, entonces corre el riesgo de pensar de forma limitada; de entrar en el circuito cerrado (por lo circular e inútil) de los apodícticos y las frases cliché. Un intelectual así, ora desabrido, ora predecible y machacón; corre el riesgo de ser un sujeto de ideas cortas que se habla a sí mismo y a los feligreses de su “Iglesia”. 

Lo importante, creo, es no hacer de este cuerpo de ideas y conceptos (de ese “sí mismo” intelectual) un acto dogmático, una “Iglesia”. En esa dirección, Octavio Paz (Ibíd.) señalaba de forma categórica lo siguiente acerca del intelectual y sus compromisos: “(…) Lo importante es que el intelectual, sin ser un traidor a su fe, sea capaz de criticar a su Iglesia”. No está mal tener credos civiles, adherir con pasión a ciertas ideas y conceptos; principalmente en el plano político-ideológico. Lo importante, como dice Paz, es ser capaces de criticar esa “Iglesia”.  

Allí lo ven ustedes, por ejemplo, a Juan Carlos Monedero, un intelectual español que no sale de su cuartito de ideas. Ni por asomo se mueve de su pisito de certidumbres y frases consabidas y machacadas. Le habla a un público meta que acude a sus dichos porque saben que allí, en sus predicaciones, palpita el germen de un deber ser-estar; de un campo de pensamiento ideológico en el que no se permite la duda; sino el combate, a como dé lugar, al enemigo de clase; allí lo performativo y la militancia férrea establecen la dirección del pensamiento al punto de condicionarlo. Para estos sujetos es importante, tal vez sea lo más esencial, no salirse de los límites de ciertos imperativos que terminan por cristalizar como forma de ser-estar en el mundo-vida. Se trata, en definitiva, de una moral y esa moral toma cuerpo, se efectúa, se milita, se hace pública. En estos casos, lo moral desplaza, en buena medida, a lo racional; y eso se efectúa a partir de rituales, performatividades, símbolos, cánticos, discursos, militancias.

Cuando esto sucede, no hay pensamiento crítico aunque así lo parezca. Allí el pensamiento cede sus espacios a otro tipo de situaciones; el pahtos pasa a la primera fila y el pensamiento es apenas un eco que resuena lejano. 

El problema con los intelectuales así, sujetos rectilíneos y dogmáticos, es que no admiten los peros, no ven las contradicciones de lo que defienden. Ven al enemigo de clase y desde allí, desde la cerrazón y, muchas veces, sinrazón, plantan su bandera, su enemistad (bajo el enfoque schmittiano según el cual la política es un campo en el que hay dos sujetos confrontados de forma irreconciliable: enemigos/amigos). Los intelectuales con credos son una contradicción en sí mismos si no son capaces de criticar, una vez más Paz, su “Iglesia”. Pocos lo han hecho. 

Entretanto, hay que destacar que estas situaciones con los intelectuales se establecen, indistintamente, por el lado izquierdo y/o derecho del mundo político-ideológico y social. No obstante, son los movimientos progresistas quienes se hacen más llamativos y visibles en este tipo de situaciones. Los grandes asuntos como la pobreza estructural, la falta de empleos, la migración forzada, entre otros; dieron paso a asuntos de carácter más, por así decirlo, identitaristas y localizados.

Allí hay muchos ruidos, muchas consignas desparramas. Cuesta llevarles el paso y lo que uno se consigue es mucha, muchísima dispersión ante tanto ruido y tantos y tan disímiles reclamos. 

Pero la desigualdad, el expolio a las naciones pobres, el desempleo, la guerra, la migración forzada, la pobreza y el hambre estructurales siguen allí, “invictos” en sus reclamos y demandas. ¿En qué momento dejaron de ser centrales estas luchas y demandas? No puedo sino señalar que esas demandas y reclamos otros no están “a la altura” de las demandas y reclamos sustantivos de la gente que, por ejemplo, está padeciendo los estragos de un sistema-mundo tan desigual e inhumano. Gente sin voz que no tiene para hacer visibles, aún más, sus avatares y luchas. 

En todo esto, siento que la labor de los intelectuales se ha diluido. Hay una agenda de discusión que reubicó los grandes temas, los solapó o, simplemente, los sacó de la esfera pública.

Sobre estos temas habrá que volver en algún momento. Pero ya no deben abordarse desde “la palabra precisa” de ciertas ortodoxias político-económicas y sociales (y su respectivo matiz ideológico demodé), sino bajo un enfoque más dinámico y comprensivo de los grandes problemas estructurales que padecemos buena parte  los seres humanos.

En esta labor de pensar y discutir el mundo-vida, los intelectuales tienen que ocupar un espacio estratégico al lado de quienes toman las grandes decisiones políticas que afectan a las mayorías. Eso sí: se trata una labor urgente que no admite el cálculo ideológico-político (pequeño y mezquino) de intereses particularísimos.  

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