Ramón Velásquez Gil.
Ciertamente, por allá por los primeros años de la década de los sesenta estudiaba yo mi educación primaria en el Grupo Escolar Teresa de Bolívar, una joya de casa de estudios y que fue una de las primeras grandes obras de civilización que produjo nuestra naciente democracia.
Estas obras de arquitectura estudiantil se reprodujeron en cada rincón y cada pueblito y ciudad de Venezuela. Estaban dotados de todo lo necesario para estudiar; desde aulas bien espaciosas hasta biblioteca y comedor.
Los muchachos de esa época, estrenamos aulas, pupitres y hasta maestras muy bonitas procedentes de todas partes de nuestra Venezuela pujante de aquel entonces.
Pero para nosotros, la materia prima de toda escuela, lo mejor de todo era el comedor. Comíamos excelentes y balanceadas comidas, diseñadas por una ecónoma profesional, para lo cual ninguno de los alumnos faltaba a la hora del almuerzo.
Era como un trabajo pues veíamos clase mañana y tarde. Uno nunca faltaba a ese suculento almuerzo perooo, había una excepción: Cuando había en el menú Sopa de Cebolla.
No se cómo se expandía la noticia entre la población estudiantil pero lo cierto era que, en estos casos, una gran mayoría de alumnos de los grados superiores (quinto y sexto), ponía en práctica la archiconocida “jubilación estudiantil”, que consistía en escaparse de clases hasta el día siguiente, con la única intención de no tener que comerse la sopa de cebollas, la que era muy difícil de dejar y no comerla, dada la estricta vigilancia de la ecónoma y las maestras.
No conozco ningún niño ni tampoco muchos adultos, a quienes les guste la “nutritiva” sopa de cebollas. Para no hacer muy largo estos comentarios, dejaré para otra ocasión, la excursión hacia “Los Peñones” cuando nos jubilábamos, un lugar muy bonito y sabroso para bañarse, aguas arriba de la quebrada de Charallave, con aguas cristalinas y muchas cataratas cuyo sonido, cuando uno ya se acercaba a la zona, era algo que todavía guardo con mucha nostalgia en mi mente. Igualmente la parada en la Bodega del Sr. Ramon, quien tenía una hermosa hija que atendía el negocio y del que todos los carajitos estábamos enamorados “en silencio” y lo cual, junto con la sopa de cebollas, era otra excusa para jubilarnos.
Tiempos felices..de estos niños de pueblo. Ahh, me olvidaba contarles, sobre la plana de trescientas líneas que nos ponían a hacer las maestras al día siguiente, como castigo por habernos jubilado. Pero valía la pena pagarlo.
Saludos.