En día mundial de concienciación hay que perderle el miedo a la palabra autismo

Salud

Desde 1994 se habla de Trastornos del Espectro Autista, un término paraguas para muchas condiciones. Parece primar un origen genético, pero no se conocen las causas, ni se cree que sean comunes a todos los casos.

Salvando las pequeñas nostalgias particulares de cada cual, que todos las tenemos, creo que somos muchos quienes nos alegramos de vivir en estos tiempos y no en otros pasados. Uno de los muchísimos motivos se refiere a la fecha: cada 2 de abril, desde 2008, es el Día Mundial de Concienciación sobre el Autismo.

Aunque seguro que aún falta mucho camino por recorrer, y nuestros futuros descendientes agradecerán aún más vivir su tiempo y no el nuestro, la sensibilidad social hacia las personas con Trastornos del Espectro Autista (TEA) ha avanzado infinitamente desde los tiempos en que “autista” se utilizaba como un insulto contra quien era introvertido o callado, y en que se hablaba de niños retrasados, deficientes o subnormales.

No hace tanto tiempo de esto. Hoy hay cosas que socialmente se comprenden mejor, aunque otras quizá aún no. Recuerdo cómo una amiga contaba que durante el confinamiento de la pandemia, cuando salía a pasear con su hijo con TEA, lo cual estaba permitido, la abroncaban desde las ventanas.

En fin, en aquellos días la sociedad estaba enloquecida. Pero en condiciones normales, hay algo que tal vez no acabe de entenderse bien.

No es una enfermedad

El autismo no es una enfermedad, y no lo es en un doble sentido. Por una parte, ni puede existir ni se busca una cura, sino terapias cognitivas y conductuales que ayuden a estas personas y a quienes las cuidan a desarrollar su potencial y encajar en la sociedad en la medida en que sea posible en cada caso.

Pero por otro lado, el cambio de “autismo” a “TEA” en 1994 refleja que se trata de un término paraguas, un cajón en el que caben cosas muy diversas. Se necesita un nombre para estandarizar diagnósticos y prescripciones de posibles terapias. Existe una serie de rasgos distintivos de cognición y conducta que motivan esta clasificación.

No es una cuestión cerrada; algunos expertos abogan por una definición de “autismo profundo” para las personas que necesitan atención constante, mientras que para otros esto sería un paso atrás a lo anterior a 1994.

Hoy se habla de neurodiversidad, como parte de las variaciones naturales humanas

Pero a diferencia de lo que antes se creía, hoy se entiende que el diagnóstico de TEA no significa que todas las personas compartan una misma raíz de su condición, como todas las personas con malaria tienen Plasmodium. Y es por esto que muchas personas en el entorno TEA prefieren hablar de neurodiversidad; al menos cuando su condición les permite autonomía y desarrollo propio, una parte de los investigadores considera que debe contemplarse como diversidad natural humana sin que sus conductas se juzguen raras, aunque necesiten atenciones especiales.

Esto último es un factor de influencia en el crecimiento de los diagnósticos de TEA en época reciente. La mayor concienciación y el aumento de los procedimientos y redes de detección llevan a diagnósticos de TEA en personas a las que antes simplemente se les atribuía un carácter peculiar.

Según un reciente estudio del Centro para el Control de Enfermedades de EEUU (CDC) con datos de 2020, esta es la causa de que, por ejemplo, en California haya un 45% más de diagnósticos de TEA que en otros estados, y sobre todo en la zona de San Diego haya un 7% de niños de ocho años con TEA; California lidera el esfuerzo de recursos en materia de TEA, y en San Diego existe un programa especial de detección temprana.

Fruto de esto es que sobre todo hayan aumentado los diagnósticos entre los niños negros e hispanos. En el otro extremo, en muchos países del tercer mundo apenas hay casos diagnosticados.

Con todo, sí es cierto que el estudio ha encontrado un aumento de la prevalencia en todo tipo de casos, incluidos los más serios que no pasan desapercibidos. Según uno de los coautores del estudio, Walter Zahorodny, de la Universidad Rutgers, “esto no es solo un fenómeno debido a que ahora somos más sensibles a los niños con discapacidades sutiles”. 

Este psicólogo especializado en TEA dice que estos trastornos pueden ser mucho más comunes de lo que se pensaba; “el problema es que no entendemos cuáles son las causas primarias del aumento”.

Muchos factores posibles, ninguna causa clara

Que pueda haber factores ambientales implicados, y que tal vez estos factores estén aumentando su presencia, es algo que ningún investigador se atrevería a negar. 

El problema es que ninguno de los intentos de culpar al demonio favorito de algunos círculos pseudocientíficos o conspiranoicos ha pasado el filtro del análisis científico riguroso; ni las vacunas, ni los pesticidas o herbicidas, ni otros contaminantes. Si alguno de ellos hubiera podido identificarse, al menos con un mínimo de credibilidad, hace tiempo que se habría actuado al respecto. Pero no, aún no los hay.

Lo cual no lleva a otro sitio sino al tan viejo como vago lugar común sobre las causas del TEA: factores genéticos, epigenéticos y ambientales, siendo estos últimos posiblemente tanto prenatales como perinatales.

Se han sugerido asociaciones con factores de riesgo como la edad de los padres, las gestaciones múltiples, los nacimientos prematuros, la necesidad de cuidados intensivos tras el nacimiento…

Se ha hablado de una implicación de la microbiota intestinal, y se ha descartado, lo mismo que una relación con las cesáreas. ¿Alteraciones en el desarrollo neuroanatómico? ¿Eje intestino-cerebro? ¿Metabolitos de los alimentos? ¿Mecanismos inmunológicos o inflamatorios? ¿Contaminación atmosférica? Todo ello es posible en parte, o quizá no. Muchas correlaciones, ninguna causalidad clara.

Hay cientos de posibles genes implicados, pero cada uno de ellos solo se ha vinculado como mucho al 1% de los casos de TEA

Hasta tal punto es así que, incluso si parece primar el componente genético, ya que el riesgo se ha estimado heredable entre un 74 y un 93%, su genética es tan enormemente compleja que aún no se comprende: se han sugerido cientos de posibles genes implicados, pero cada uno de ellos solo se ha vinculado a un número de casos que como mucho llega al 1%; una de las variantes más fuertemente asociadas es de un gen llamado CHD8, pero solo está presente en el 0,5% de las personas con TEA.

Es decir, cada vez que se habla de una mutación genética relacionada con el autismo, es una mutación genética que no está presente en la inmensa mayoría de las personas con autismo.

Ni siquiera se sabe si puede tratarse más de variantes puntuales poco comunes de ciertos genes o de la interacción entre muchas variantes más frecuentes. O de ambas.

Y dado que muchas de estas variantes no tienen por qué estar presentes en el genoma de los padres, sino que surgen espontáneamente cuando se forma el genoma del embrión, tampoco se detecta fácilmente el riesgo en los genes de los padres.

Informaciones confusas

Tan difuso y complicado es el panorama sobre las causas primarias de los TEA que a veces puede ser difícil sortear las trampas de la información publicada. Un ejemplo: se publica un estudio sobre un test de detección de un factor de riesgo de TEA, la presencia de ciertos anticuerpos autoinmunes en la sangre de la madre. Se dice que el test tiene un 100% de precisión. Y se puede entender erróneamente que el test detecta el 100% de los casos.

No es así: el 100% se refiere a la detección de los anticuerpos, pero estos solo están presentes en el 18% de los casos de TEA analizados en el estudio (un porcentaje muy significativo, pero sigue siendo minoritario), y además la presencia de estos anticuerpos eleva el riesgo, no es un factor determinante; no es como una trisomía en el síndrome de Down.

Que la ciencia seguirá avanzando en el conocimiento de los TEA, sin duda. Hoy incluso se trasplantan estructuras neuronales humanas a roedores de laboratorio para entender mejor en qué consiste esa neurodiversidad.

Pero si algo muy distinto es que lleguen a establecerse causas claras, al menos todo lo ya conocido debería servir para transmitir un mensaje claro y contundente: no, ni hay forma de evitar el riesgo de tener un hijo o hija con TEA, ni por lo tanto se puede hacer nada para reducirlo. Y probablemente es importante que todos los padres y madres tengan esto muy claro: no es su culpa.

Nada que hayan hecho o hayan dejado de hacer. Es simplemente una de las muchas circunstancias incontrolables de la vida que ponen a prueba nuestra capacidad de sacrificio por aquellos a quienes queremos.