Antonio Ledezma
Analistas señalan que la pobreza es la condición social y económica que induce a la gente a la hora de elegir sus gobernantes. Y aunque en Latinoamérica la narrativa sobre la pobreza, que no la pobreza misma, genera emociones populares, si aquello es cierto ¿Por qué en Venezuela Maduro gana las gobernaciones y alcaldías cuando se sabe que más del 94% de la población sobrevive en la pobreza? ¿Cómo se explica que el dictador Maduro “arrase” 20 gobernaciones en Venezuela, país en donde tenemos la inflación más alta del mundo, salarios de hambre, por lo que la inmensa mayoría está comiendo tierra, además de acusar la economía venezolana un desplome brutal que supera los 75 puntos del PIB? ¿Qué explicación –desde los cientistas políticos- tendría tal contradicción si lo contrastamos con gestión y gobernanza reconocible como es el caso de Colombia, con el presidente @ivanDuque, que deja a Colombia con crecimiento económico, como ejemplo de eficiencia en el manejo de la pandemia actual y una inflación de 5,7%? Entonces, ¿Por qué se dan esas contradicciones o paradojas? ¿qué es lo que está fallando? ¿La comunicación? ¿La estrategia?
No hace falta lupa para ver el descalabro de la partidocracia -entendida como la posesión excluyente del ejercicio del poder por los partidos políticos- tanto por efecto de autodestrucción propiciada por el entredevoramiento de los dirigentes, los personalismos, por sus ambiciones desmedidas y carencia de autolimitación; así como por la falta de conexión con la calle y los ciudadanos a quienes deberían servirle, en vez del aprovechamiento contumaz de su buena fe. Descalabro alimentado por los impunes hechos de corrupción que terminan afectando a las organizaciones partidistas y, por lo tanto, a la democracia como sistema.
A eso se suman los mortíferos ataques de quienes promueven el desprestigio de las instituciones, la guerra de odios y rencores como forma de fracturar a la sociedad; la apelación a la violencia, los que organizan la guerrilla urbana, protestas callejeras aliñadas con incendiarios saqueos, como parte de esa guerra híbrida de cuarta generación; justificado por sus promotores con argumentos morales devenidos de la pobreza, eterna, que combatida, aminorada, frenada como empobrecimiento, pero presente tanto en la narrativa antidemocrática, como matizada en el discurso del estatus democrático.
Está clarísimo que la pobreza es el “caldo de cultivo” de esa izquierda que resolvió salir de la selva y de las montañas –como es el caso de nuestra república hermana, Colombia- desde donde no lograban ponerle la mano al poder, y que ahora avanza, pragmáticamente, basada en esa frase maquiavélica de acuerdo a la cual “el fin justifica los medios”. No reparan a la hora de tramar las más diabólicas alianzas con terroristas, narcotraficantes y operadores de la corrupción.
Lo insólito es que esos populismos (ayunos de visión ideológico política como propulsor de proyectos programáticos) no sacan a la gente de la miseria, la hunden, como acontece en Cuba y Venezuela, pero en medio de esas incongruencias, la pobreza es la catapulta de esos populismos para llegar al poder. En Colombia, Petro se alza victorioso en las regiones más deprimidas, de injusticias seculares por inequidades que fermentan la rabia de masas humanas que reaccionan ante el desamparo y la violencia de la que son víctimas.
Los signos de racismo y agudas contradicciones sociales, inocultables, en las costas del Pacifico y del Atlántico, influyeron más en el ánimo de la ciudadanía a la hora de votar, que los informes técnicos de las dependencias encargadas de la información del gobierno de Duque: la lógica que explica tal tendencia, creciente, no se reduce a lo emocional del voto ni nada más a la estrategia discursiva de Petro y del Pacto Histórico, sino también, y fundamentalmente, a la debilidad en que ha entrado el programa democrático en Colombia, por cansancio o abandono del liderazgo partidista que devino, en años, a una lucha de élites que se fue retirando de la obligante pedagogía política cuyo contenido se resume en la frase lincolniana sobre la democracia: del pueblo, por el pueblo, para el pueblo. Así, el encantamiento popular, que es una expresión del proceso comprometido de los demócratas con el propósito de los gobiernos pluralistas, se fue paulatinamente cambiando de tienda tras la promesa y la esperanza de lo siempre dicho pero en boca de nuevos actores.
No hay que tratar esta coyuntura colombiana con un candor que terminaría siendo una rendición, como la ocurrida en Venezuela, cuando, ante la embestida chavista en 1999, se le ofrendaron las instituciones que acabaron vaciadas de contenido. Chávez, investido de presidente electo, llamó al dialogo en diciembre de 1998, mientras cargaba la artillería para liquidar la Constitución vigente que databa del año 1961.
Veo mucho parecido entre ese momento que vivimos en Venezuela y este que discurre en Colombia. Me limito a tenerlos en cuenta para que de algo sirva ese recuerdo, en donde no deben faltar los episodios en que nos unimos con el propósito de salvar la democracia amenazada. Ya “los golpes de pecho” solo sirven para autoflajelarnos, cada vez que recordamos que hemos estado “a esto”, de salir de Chávez y también de Maduro, pero es conveniente que los colombianos sepan las razones y consecuencias de nuestros errores. Que no hemos logrado salir de esta tragedia, por las inconsistencias de una dirección política que va desde la desunión, las agendas ocultas, la infiltración, la corrupción y mucho de cobardía. Repito, esas ocasiones se han desperdiciado.
La pobreza que dio insumos a Petro, como en sus tiempos a Chávez, para erigirse como redentor de los menesterosos, es un reto difícilmente superado con éxito por quienes solo han dejado desolación en las naciones que gobiernan o han gobernado. Por eso me anticipo a desvelar tanto la cuestión de los vínculos ideológico políticos de Petro, presidente electo, como su promesa de actuación como presidente constitucional de una democracia pluralista con una carta magna inclusiva y de derecho y justicia. Su primer mensaje a los colombianos incluyó los ejes fundamentales de una tesis programática pluralista, de justicia social y de sostenibilidad sobre el tema del cambio climático y la transformación hacia una Colombia productiva, que deje atrás inequidades y discriminación propios del ruralismo colonial, fortalecida por la certeza de la ciencia y la tecnología, y no por la dicotomía de las verdades de la izquierda o la derecha, como lo expresó.
Su declaratoria de convertir a Colombia en una potencia mundial del amor, que no sólo nos recuerda el delirio chavista, sino también que «obras son amores y no buenas razones» de la obra de Lope de Vega, que traducido en dicho popular es que el amor es acción, no palabras para ganar tiempo en distracción de la opinión pública. Demás es advertir lo que la experiencia indica: ya terminó el lapso de las verbalizaciones referidas a la descarbonización, el cambio climático, el feminismo, la igualdad de género en discurso arropado con las banderas de la paz, la tolerancia de la pluralidad asumida y el respeto a los derechos ciudadanos en tanto que diversidad que hace la nación.
La realidad de nuestros pueblos, en su diversidad, que irónicamente incluye las inequidades y posposiciones de justicia social, no es posible cuadricularla en nichos ideológicos tanto más si a la búsqueda de la prosperidad y ascenso del bienestar se refiere. Está agotado el partidismo y el vademécum de las ideologías redentoristas que terminan todas en el barranco del marxismo como receta socioeconómica y de control político, oferta engañosa harto demostrada. Así también los populismos que trucan, con menúes demagógicos, el pluralismo incluyente, esencia de toda democracia. No se puede suponer la historia, hay que producirla. Y como lo dice García Márquez, en su obra autobiográfica, vivir para contarla. Es el amor verdadero.
@Alcaldeledezma